Escrito por: Julia Pelly
Cuando mi esposo y yo éramos novios, nos imaginábamos una gran familia. Tendríamos tres hijos como mínimo, quizá cuatro o cinco, y los tendríamos lo más juntos posible para que todos crecieran como mejores amigos.
Dar la bienvenida a nuestro primer bebé fue emocionante, pero también abrumador. Aunque al principio me preguntaba si en realidad estaba hecha para tener una familia numerosa, al cabo de unos meses empezó a dormir y a sonreír, y yo empecé a sentirme preparada para intentar tener el segundo bebé. El único problema era que mi ciclo se negaba obstinadamente a volver mientras yo amamantaba. Siguió ausente cuando mi hijo empezó a dormir toda la noche, cuando empezó los sólidos e incluso cuando me limité a darle de mamar una sola vez al día. No ovulé hasta exactamente dos semanas después de amamantar a mi hijo por última vez.
Durante esos meses no paré de hacer cuentas. En cuanto volví a tener el ciclo, supe que mis hijos tendrían al menos 27 meses de diferencia, seis meses (al menos) más de lo que esperaba. Pero la primera vez que me embaracé tuve un aborto espontáneo prematuro y luego tardé unos meses en volver a embarazarme. Mis dos primeros hijos, dos preciosos niños de cabello rizado, nacieron con 2 años y 11 meses de diferencia.
Aunque seguía soñando con tener hijos cercanos en edad, mi ciclo jugó el mismo juego después de mi segundo hijo, y solo regresó después de dejar de amamantar por completo. Y entonces tuve otro aborto espontáneo y la dispersión de las edades de mis hijos volvió a ampliarse. A medida que se alejaban mis sueños de tener hijos cercanos en edad, empecé a preguntarme y a preocuparme por cómo sería tener un bebé recién nacido cuando mi hijo mayor se hiciera mayor y empezara a convertirse en un niño grande.
Cuando me embaracé del que se convertiría en mi tercerco, quedé como una bola de ansiedad sobre cómo sería tener un hijo mayor y un bebé al mismo tiempo. El mayor tendría seis años y medio cuando naciera mi tercero, y mi segundo hijo tendría casi cuatro años. ¿Se preocuparían por la bebita que tienen delante? ¿O por la niñita que les seguiría cuando tuvieran nueve y seis años? ¿Jugarían juntos y se sentirían unidos? ¿O serían, sobre todo ella y mi hijo mayor, como barcos que pasan, compartiendo solo unos pocos años que ambos recordarían bajo el mismo techo?
También me preguntaba sobre mi capacidad para criar hijos en etapas vitales tan diferentes. Me imaginaba cambiando pañales en los banquillos de los partidos de fútbol y haciendo malabarismos con las rabietas de los niños pequeños y las actitudes de los preadolescentes al mismo tiempo. Me preguntaba cómo podría hacerlo.
Resulta que me equivoqué al preocuparme. Tener un hijo mayor (o hijos mayores) mientras se tiene un bebé ha sido (y es) una de las cosas más geniales que he hecho nunca. Durante el embarazo de mi tercer bebé, mi hijo mayor tenía edad suficiente para comprender lo que se avecinaba y esperar con ilusión el nacimiento de su hermana. Cuando llegó el parto, me cogió de la mano y saltó a la piscina cuando era el momento de empujar. Mientras acariciaba su húmeda cabeza de recién nacida y las lágrimas brotaban de sus ojos en los segundos después de su nacimiento, ya podía ver lo especial que iba a ser su relación.
Tuve otro bebé esta primavera, cuando mi hijo mayor se acercaba a su noveno cumpleaños y mi segundo hijo a su sexto, pero esta vez no me preocupé, ya sabía lo estupendo que iba a ser.
Mi hijo mayor, y ahora el del medio, son los mejores ayudantes de bebé del mundo. Durante mi último embarazo, mi hijo mayor vio vídeos y leyó libros para prepararse para el parto. Dijo a todos sus conocidos que atraparía al bebé y sería «la primera persona en tocarlo». ¡Y lo hizo! Mi hijo del medio cortó el cordón umbilical y, desde ese día, han discutido sobre a quién le toca ir a buscar el próximo pañal, a quién le toca leer a los niños pequeños sus cuentos antes de dormir y quién elige la ropita para el día siguiente. No es la relación que me imaginaba que tendrían antes de tener hijos, pero es una relación muy especial. Mis hijos mayores suelen llamar al bebé (y a la pequeñina) «mi bebé» cuando hablan de ellos con otras personas, se enfadan conmigo si no soy lo bastante rápida para calmarlos y les cantan canciones para dormir mientras acuesto a la pequeña y amamanto al bebé para que se duerma.
Gestionar sus diferentes necesidades también ha sido más fácil de lo que pensaba. Aunque todavía tengo que hacer malabarismos para cambiar pañales durante las actividades y eventos de los niños grandes, tener hijos mayores y bebés me ha permitido apreciar ambas fases de la infancia. Ahora que he visto lo rápido que volaron nueve años, no me importa leer ese libro «solo una vez más» o caminar muy despacio con mi hija pequeña mientras examina roca tras roca. Y, como tengo un bebé y una niña pequeña con los que comparar a mis hijos mayores, soy mucho más rápida a la hora de reconocer y celebrar la magia cotidiana que se produce cuando un niño empieza a ser independiente.
Como madre primeriza me imaginaba una casa llena de bebés, niños pequeños y preescolares; y me alegra decir que lo que he acabado teniendo es mejor de lo que jamás podría haber soñado. Estoy segura de que tener a los niños cerca unos de otros tiene todo tipo de ventajas y alegrías, pero ahora que tengo niños grandes y bebés al mismo tiempo, no lo haría de otra manera
Leer más de Julia Pelly